¿Cómo mejorar la calidad democrática de nuestros procesos electorales?
Ignacio Molina
Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, UAM
En vísperas de que acudamos a votar la composición de los ayuntamientos para los próximos cuatro años, merece la pena hacer una reflexión sobre la calidad democrática de los procesos electorales que tienen lugar en España y de qué modo podría, en su caso, mejorarse.
Una primera aproximación formal resulta tranquilizadora pues los índices internacionales al uso puntúan bastante alto la regulación española relativa al sufragio pasivo (los requisitos para registrar partidos y presentar candidaturas no resultan discriminatorios) y al sufragio activo (todos los ciudadanos adultos pueden participar y no existen desincentivos para ejercer el derecho al voto) [1] . Si ahondamos un poco más, e incluimos en el análisis una segunda categoría de elementos no tan procedimentales (como el acceso efectivo a los medios de comunicación durante las campañas o los sesgos producidos por el sistema de financiación de partidos) ya son menos los motivos para estar satisfechos. No obstante, en esos aspectos existe al menos un debate político y periodístico por las quejas de los candidatos que se sienten perjudicados y, por tanto, alguna conciencia de la problemática existente.
Este post, sin embargo, quiere llamar la atención acerca de una tercera dimensión, algo más sofisticada y sobre la que casi nadie ha reparado en España: hasta qué punto los votantes son considerados ciudadanos inteligentes a quienes los partidos no pueden seguir tratando impunemente como menores de edad. Así dicho, parece una declaración ingenua de intenciones, pero algunas de las democracias más avanzadas han acertado en los últimos años a institucionalizar los mecanismos para intentar que las candidaturas se tomen más en serio las campañas. O, si se prefiere, para que no sean tanto los partidos, sino los mismos ciudadanos los que tengan protegida su posición antes de unas elecciones. Aunque hay probablemente más, los mecanismos más citados por los estudiosos para conseguirlo son básicamente dos: someter a todos los candidatos a debates organizados de forma independiente y auditar el rigor de los programas.
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